Hacía una semana, Marcela había caminado descalza desde el dormitorio hasta el baño. Sandra, la sibila embajadora de la muerte, anunció que de colocar la planta en el piso, moriría sin remedio. Nos desconcertó que continuara viva. La profetisa se presentó a la mañana siguiente y afirmó que fueron diecisiete los pasos que mi novia recorriera con los pies desnudos; que de haber sido dieciocho, la hubiera llevado. La salvó que la casa estuviera construida sobre seis pilotes que la separaban del suelo y la convertían en “un enorme zapato”, según sus palabras.
Al día siguiente de la visita de Sandra, permanecimos en cama hasta tarde. Marcela hizo bromas con lo ocurrido: sentada descalza en la cama, amenazaba con apoyar los pies en el piso, pero a último momento los retiraba. En las semanas que siguieron y en contra de lo que esperaba, el ánimo de mi novia mejoró Adaptada al calzado minimalista, me acompañó en mis caminatas por el parque durante cinco días seguidos.
Una tarde, mientras ella atendía a sus pacientes, encontré a Dung trabajando en la huerta. Al saludarme, sonrió con gesto cómplice.
―Disculpe mi impertinencia, pero estas noches he escuchado cantar a la Nehchimán —afirmó —Entiendo que todo está mejorando.
El anciano se refería a la exótica ave oriental cuyo canto, aún sin haberlo escuchado, Marcela reproducía durante los orgasmos.
En la última visita, la profetisa hizo alusión a “La fuerza de la araña” como una alternativa para romper la profecía. No quiso extenderse y aclaró que Marcela se encargaría de explicarme. Dos días después, le pregunté sobre esta extraña referencia de Sandra. Antes de contestar, mi novia me besó en la boca y se sentó en mis rodillas.
―Sabes que esa mujer me llena de terror, pero esas palabras me proveyeron de una dulce esperanza. Tú preguntaste si existía alguna forma de vencer a la muerte. Ella respondió que podría ser con la fuerza de la araña. No sé cómo lo supo, pero hace meses estoy averiguando en Internet acerca de “Arañas en Tropel”. Dicen que pueden solucionar mi problema con dosis mínimas de veneno. Quería hablar contigo sobre el tema. Conocer tu opinión. Además, es un tratamiento costoso y de decidirme, te pediría ayuda.
Desconfiaba de organizaciones como aquella. Además, siempre tuve una fuerte aprehensión por las arañas. Sin embargo, la propia Sandra lo aconsejaba y la posibilidad del tratamiento estimulaba el alicaído ánimo de Marcela. Contesté que sí.
El costo de un proceso terapéutico completo en “Arañas en Tropel”, era de cuatro mil dólares y duraba un total de ocho meses, con garantía de resultados. Marcela me explicó que antes debía someterse a una evaluación diagnóstica de treinta días. Las exigencias de la organización, era que asistiera sola a consultas y entrevistas. Si la consideraban apta, sería sometida a una iniciación en la que recibiría “el Toque de la Araña”. Recién entonces, como su pareja conviviente, requerirían mi presencia para informarme sobre los detalles de la terapia y definir cuál sería mi participación.
―La política es que sólo puede participar la persona que va a recibir el tratamiento. En caso que decidiéramos recibirlo los dos podríamos hacerlo juntos, pero sé que odias a las arañas y te exigen cierto contacto con ellas. Además, el costo sería demasiado elevado.
Aquello era cierto Además, era útil para Marcela, pero no sabíamos si lo sería para mí. Fuera de las molestias cotidianas, ya estaba acostumbrado a caminar descalzo. En cuanto a la época invernal, años atrás, en uno de los tantos cursos de supervivencia que realizara, me dieron instrucciones para andar en la nieve con los pies desnudos. Conseguí lociones hechas con mezclas de plantas tropicales que trasmitían un fuerte calor a la piel. Solía jactarme que mis plantas, marrones y curtidas, eran capaces de recorrer todos los suelos bajo todos los climas. Cada día que pasaba sin calzarme, aumentaba un sentimiento de poder, casi de omnipotencia; en esas veinticuatro horas, había vencido otra vez a la muerte.
Esa misma tarde busqué en Internet datos sobre Arañas en Tropel. La página oficial se dividía en una sección médica y en otra religiosa. La primera se limitaba a ponderar el valor terapéutico del veneno de arañas, enumerando las culturas tradicionales que lo usaban como terapia. En cuanto al culto, adoraban a algo que llamaban “El Sol” y lo describían como un disco brillante en el centro del cual, reposaba una gigantesca araña. Tenía la capacidad de hablar y razonar, y orientaba a todos los miembros de la organización acerca de la solución diaria de los problemas. Según el texto, era capaz de comunicarse a través de teléfonos celulares, utilizando un idioma arcaico que sólo los elegidos conocían.
El pescado era lo único que interrumpía la dieta vegetariana de Marcela. Desperté temprano para preparar tres salsas. Una de mangos, otra de camarones y la tercera de vino Merlot y tomate. Debían acompañar a una excelente tilapia que macerara durante la noche en una mezcla de licor blanco y limón, aderezada con especies.
Me dispuse a pelar los mangos. Los había comprado en el mercado del sur de la ciudad, donde las veredas cubiertas de baldosas cuadriculadas producían agradables cosquillas en mis plantas.
Aquella tilapia era una prenda de paz. La mejoría del ánimo de Marcela fue interrumpida por mi culpa el día anterior.
Disponíamos de una sola llave de la casa. La cerrajería quedaba a menos de diez minutos de marcha, pero pospusimos el trámite una y otra vez y por último, lo olvidamos.
La zona era demasiado tranquila. El último atraco que se recordaba databa de diez años atrás, y los vecinos, una pareja de ancianos que llegaron a conocer a mi abuelo, eran de absoluta confianza. Si Marcela y yo salíamos separados, dejábamos la única llave bajo una maceta, junto a la puerta.
El día anterior a la preparación de la tilapia, debía correr en la orilla del río. Mi novia no me acompañaría. Terminaba el invierno y una excesiva humedad se añadía a jornadas cada vez más cálidas. Marcela traspiraba mucho, se deshidrataba con facilidad y en la piel demasiado blanca, las picaduras de los mosquitos producían gruesas ronchas que no tardaban en infectarse. El único repelente eficaz, le producía alergia. Además, esa mañana debía entrevistar muy temprano a dos nuevos pacientes.
Mientras desayunábamos, mi novia me informó que su móvil no encendía. Era un modelo viejo, y luego de revisarlo, comprobé que la pila ya no funcionaba. Estábamos dispuestos a comprar un aparato de buena calidad, pero también postergamos una vez y otra la visita a la cadena de tiendas de la zona oeste, donde ofrecían cantidad de modelos y de precios. Prometí solucionar aquello al día siguiente. Al regresar a la casa, Marcela podría llamarme desde el teléfono de línea en caso que fuera necesario.
Salí diez minutos después que ella. Conduje hasta la orilla del río e inicié mis ejercicios. Caminé algunos tramos y en otros corrí hasta completar los primeros veinte kilómetros. En una vianda llevaba arroz cocido con vegetales. Al mediodía comí, descansé media hora y en la tarde corrí los diez kilómetros que faltaban. La última lluvia databa de dos semanas y eso permitía que la tierra a lo largo de la orilla, tuviera una consistencia perfecta bajo mis pies desnudos.
A eso de las cuatro, cansado y hambriento, decidí volver. Caminé hasta el pequeño estacionamiento donde dejara el automóvil, y al sacar la llave para encenderlo, encontré la de la casa. La había guardado en mi bolsillo en vez de colocarla debajo de la maceta. Eran casi las cuatro de la tarde. Esa mañana, luego de atender a los pacientes, Marcela no habría podido entrar. Recordé que la puerta de atrás permanecía cerrada con seguro.
Conduje de vuelta con la mayor rapidez que pude. Me tranquilizó pensar que mi novia podía haber vuelto al consultorio. Aquella fue su casa antes que viviéramos juntos y allí disponía de una pequeña nevera con alimentos. Con ellos podría improvisar un almuerzo.
Eran las tres y media, uno de los primeros horarios picos de la tarde. Por la radio informaron de un embrollo de tránsito producido por un accidente en la autopista del norte. Tuve que esperar detrás de largas colas de automóviles. El cielo, hasta el momento claro y azul, se nubló de pronto. Destellaron relámpagos y en segundos se precipitó una tormenta no anticipada por los pronósticos del tiempo.
La lluvia arreció a medida que avanzaba. Llegué a eso de las seis de la tarde, con el cielo oscurecido. Antes de estacionar, un par de rayos iluminaron la calle y vi a Marcela sentada en el umbral, sosteniendo la cara con las manos. Bajé del automóvil y me acerqué a ella. Antes de llegar, escuché los sollozos. Me miró con una expresión de reproche implorante Estaba empapada y luego supe que todo ese tiempo había permanecido afuera; que ni siquiera pensó en buscar refugio en el consultorio.
— Me olvidé la llave… —Dejé de hablar. La justificación me pareció ridícula y obvia. Ella no contestó y siguió llorando. Llovió con más intensidad y tuve que tomarla del brazo e incorporarla para hacerla entrar. Ante mi gesto, los sollozos se redoblaron.
Una vez dentro, se negó a beber o comer. Sollozaba desde el pecho con un sonido ronco. No contestó cuando le pregunté por qué no volvió al consultorio para evitar la tormenta.
Durante horas se negó a bañarse y a cambiar de ropa. Sentada en el sillón de la sala, el mismo que usaba para ver las puestas de sol cuando estaba deprimida, siguió llorando. Cuando comprobé que era inútil todo intento de dialogar, me limité a encender la calefacción para evitar que se enfriara demasiado y permanecí junto a ella. Dieron las tres de la mañana en el reloj de carillón que perteneciera a mi abuela. Como si fuera una señal, los sollozos se interrumpieron. Con los ojos y la nariz rojos, se volvió hacia mí y me sonrió.
―No es nada, no te preocupes —dijo con respecto a mi olvido de la llave —fue un error. Pudo pasarme a mí.
Dicho esto se quitó la ropa y se bañó. El agua caliente llenó el baño con nubes de vapor. Marcela acostumbraba a mantener la puerta entreabierta, para que adivine su silueta entre la niebla. Era un juego erótico no formulado. Para provocarme, movía las caderas, se estiraba o dejaba caer el jabón en la bañera; al agacharse para recogerlo, exhibía las nalgas
Esa madrugada repitió el juego, y como siempre, logró excitarme. Tuvimos sexo intenso y en los orgasmos sucesivos, cantó cerca de una hora como la Nehchimán.
Al terminar, quedamos abrazados. Marcela aún suspiraba por el exceso de llanto.
Ya estaba por dormirme, cuando sentí el pinchazo de la uña de mi novia sobre la yugular.
—Si alguna vez llegas a dejarme, te degüello — dijo con el suave gesto de cortarme el cuello.
Eran las once de la mañana. La tilapia y las salsas estaban en marcha. Rechacé la ayuda de Marcela y le sugerí que se dedicara a descansar. Decidió arreglar sus uñas; aquel día tenía las sesiones normales de podomancia y un par de masajes en horas de la tarde.
En la preparación del pescado, lo más difícil eran las salsas. Ya había terminado con la de mango y la de camarones. Acababa de poner en el fuego la de Merlot, cuando Marcela me llamó desde la sala.
―Ignacio, debes ver esto —dijo refiriéndose a un programa en la televisión. En el noticiero del mediodía, reporteaban al comisario Venancio. Desde que lo eligieran alcalde de la ciudad, pidió licencia como policía, y ahora estaba empeñado en una estruendosa campaña para postularse como gobernador. Marcela había detenido la programación y la puso en marcha cuando llegué.
… el comisario Venancio, a quien hasta ahora se lo conocía como el “lobo solitario”. Un soltero adalid empeñado en combatir las malas costumbres y la falta de higiene de la población. Ahora continúa el adalid, pero estamos en condiciones de asegurar que ya ha dejado la soledad.
Me dispuse a retirarme. Aquel hombre me resultaba desagradable en extremo, pero Marcela me tomó del brazo y con un gesto, me indicó que siguiera escuchando.
―Para este canal, tenemos en exclusiva a la prometida del comisario…
Tomaron a una mujer más joven que él. Al principio no la reconocí, pero al observarla mejor, advertí que era Julia. Sonreía a la cámara. Estaba tal como la viera el último día, cuando decidiéramos reproducir el drama de Orfeo y Eurídice y ella caminara descalza por el parque, hasta que una saliente aguda atravesó su pie izquierdo. Con ese incidente había terminado una intensa relación de tres meses y desde entonces no nos volvimos a ver.
―Julia Rybanech Echenique de 25 años, flamante Ingeniera Agrónoma ―presentó la locutora —según me han dicho, dentro de poco tiempo contraerán enlace.
Julia respondió con voz suave y sonrisa seductora.
―Venny es un amor —utilizaba el apellido del comisario como un diminutivo —Es el ideal del hombre con el que sueña cualquier chica. Amable, caballero, un verdadero príncipe azul.
El reportaje continuó con preguntas convencionales, hasta que la cámara tomó el pie de Julia. Estaba vendado; la conductora pidió que caminara y lo hizo con dificultad.
―Sabemos que la prometida del comisario ha sido víctima de aquello que siempre ha atacado tan duramente el futuro gobernador: el hábito de muchos ciudadanos de caminar descalzos. Al parecer, Julia, hace ya tiempo fuiste coaccionada a caminar sin calzado y a raíz de eso has lastimado tu pie con gravedad.
―Así es —intervino el comisario antes que ella pudiera contestar —mi novia aquí presente, fue seducida por la creencia errónea que caminar con los pies desnudos es algo bueno. Aquí tenemos el resultado. Un accidente que seccionó el tendón. Ha sufrido una cirugía y aún le aguarda un largo y complicado proceso de rehabilitación.
El comisario la abrazó. La cámara tomó un primer plano de sus ojos metálicos
— Esta es mi novia, mi bienamada —anunció con voz firme —sin embargo, se ve obligada a transitar coja el camino de la felicidad, debido a la acción irresponsable de alguien que nombra esta abominable costumbre con el pomposo y foráneo nombre de “Barefooter”.
―Supongo que habrá intentado un resarcimiento jurídico — comentó la conductora
―Cuente con ello, señorita. Las ruedas de la justicia se echaron a andar, quizá no con la rapidez que uno espera, pero sí con su carácter implacable.
Terminó el reportaje con un primer plano de Julia que no dejaba de sonreír a la cámara.
―¿Estás bien? —preguntó Marcela.
Noté que mis manos temblaban. La furia me desbordaba. Fui al teléfono y llamé a Ambrosio, mi abogado y amigo. Estaba por salir a Tribunales. Expliqué lo que acababa de ver.
―Tenía entendido que aquello estaba terminado. El juez determinó que era una imprudencia de ella —dije refiriéndome al accidente,
Mi amigo me tranquilizó. Había sido mi abogado patrocinador, y de iniciarse un nuevo proceso, lo habrían notificado. Preguntaría por alguna novedad en el expediente.
Marcela me miraba fijo, con expresión entre preocupada y hostil.
―Ignacio, creo que tu reacción es excesiva.
―Puede ser —admití —pero ese hombre siempre me saca de las casillas.
―¿Ese hombre o esa mujer?
Me miró con expresión suspicaz y desafiante.
―¿Qué quieres decir?
―Creo que la reacción excesiva se produjo cuando viste a tu antigua novia. Tendrá el pie lastimado, pero comprobaste que sigue hermosa.
Me acerqué tratando de besarla, pero me apartó con violencia y se colocó las botas con el dibujo de la araña. En ese momento sonó la alarma del horno eléctrico: la tilapia estaba lista; se la ofrecí, pero Marcela no contestó y sin almorzar, se marchó al consultorio dando un portazo.
En la tarde, al regresar, apenas me saludó. Pasó al dormitorio y allí arregló las valijas. Se fue sin despedirse, con otro golpe de puerta. Tres horas después, a eso de las nueve, llamé a la casa de su madre. Me atendió Doña Hilaria.
―Marcela acaba de llegar —anunció al reconocer mi voz —ella me pidió que no se lo diga, pero entiendo que debo hacerlo. Usted se lo merece. Ahora discúlpeme, Ignacio, pero debo colgar.
Ambrosio tenía tres años más que yo y parecía aún de más edad. Robusto sin ser gordo, lucía un peinado a dos aguas y un grueso bigote que parecía llenar toda la cara. En una conversación, los ojos azules se movían a un lado y al otro con expresión de asombro y susto. La mirada se desviaba de pronto, y cuando parecía haber perdido el hilo, volvía a observar al interlocutor con una sonrisa entre astuta y divertida.
―Vuelve a contarme lo que ocurrió, Ignacio.
―Discutimos. Me acusó de seguir enamorado de mi última novia y salió furiosa dando un portazo. Fui a caminar por el parque para calmarme y compré flores, pero al regresar se limitó a preparar su maleta y se marchó sin saludarme.
―¿Sabes dónde fue?
―A casa de su madre. Está en el pueblo de Parrish, a unos sesenta kilómetros de aquí. No responde mi celular.
―¡Esto tiene solución! ¡Fue a Parrish, no a París…!
Ambrosio rió con estruendo de su chiste y yo lo acompañé por cortesía. Casado desde hacía veinte años, el matrimonio de mi amigo era sólido. Tenía tres hijos y yo fui padrino del mayor. Formaba parte del grupo de amigos de la secundaria que hicieran dinero con sus carreras Del mismo, yo era la excepción. Con el título de ingeniero arrumbado, sólo recibía el producto de las rentas y en épocas de examen preparaba alumnos en matemáticas para completar mis finanzas.
―En el programa que Marcela me hizo presenciar, el comisario Venancio hablaba de las ruedas de la justicia y me achacó un delito en forma pública Marcela, al verme nervioso, interpretó que aún me gustaba Julia.
Ambrosio acababa de confirmar que no había procesos en mi contra. Aquellas declaraciones habrían sido parte de la campaña del comisario para su candidatura como gobernador.
―¿Eres sincero, Ignacio? ¿No te altera que Julia sea la prometida de tu enemigo?
―Debo reconocer que me molestó. Nos separamos de pronto. No conversamos sobre lo ocurrido. Imagina que un día te encuentras muy bien con tu esposa y al siguiente ella no quiere saber nada de ti; desaparece; se niega a atenderte y pasado el tiempo se compromete con otro. Lo siento como una infidelidad.
―Entonces, ¿La sigues queriendo?
―No la quiero, Ambrosio. Es muy loca. Además estoy con Marcela y tengo una historia con ella. Pero te confieso que me siento un poco herido.
Agregué que al irse, Marcela había dejado una carta. Aconsejaba que pusiera todo en claro y para ello debía tomarme tiempo. Estábamos en la antecocina de mi amigo; la puerta entornada daba al parque; desde allí podía ver la calle. Sandra, la profetisa, me había seguido hasta la casa. Parada en la esquina, observaba con actitud vigilante. En la charla con mi amigo no la había mencionado. Ese vacío, llenaba la historia de lados flojos. Ambrosio se limitó a una sola alusión.
―Sabes que no me gusta dar consejos personales, pero hay algo que cae de su peso. Desde hace un largo tiempo, nadie te ha visto calzado. ¿Te cuesta mucho ponerte un par de zapatos de vez en cuando, aunque sea unas sandalias? Fíjate que de ese modo podrían evitarse muchos problemas; todo sería… ¿cómo decirte?, un poco más normal; y créeme que tu vida necesita de un poco más de normalidad.
Mi amigo era la voz del sentido común y aquellas palabras eran indiscutibles. Me pregunté cuál sería su opinión sobre Sandra; sobre la advertencia de no calzarme como condición para que no se cumpla mi destino.
―Ambrosio, te voy a decir la verdad, pero te pido que lo tomes como una confidencia. No lo debe saber nadie, y mucho menos nuestros amigos.
―Puedes contar conmigo. Un abogado es especialista en manejar secretos.
―Estar descalzo es una promesa que hice a Santa Catalina de Siena.
Me miró con asombro.
―¿Una promesa? ¿Tú…?
Conté que un año atrás, en un examen médico sospecharon que podría tener cáncer. Prometí entonces que, de ser negativos los resultados, caminaría descalzo durante tres años. Afirmé que había recibido la confesión y la comunión por primera vez en dos décadas.
Me sentí mal al mentir. Ambrosio era un ferviente católico que asistía a misa varias veces a la semana. Su hogar estaba formado de acuerdo a los preceptos de la Iglesia y era un miembro destacado del Opus Dei. Cristiano creyente en las promesas, en ciertas fechas se trasladaba con toda su familia a santuarios lejanos, casi desconocidos con tal de cumplir lo acordado con la Virgen o algún santo.
―No sé si se trata de una conversión —agregué —No quiero forzarme, sino dejar que mi espíritu siga su camino.
Mi explicación entusiasmó a Ambrosio y me pidió más datos de Marcela. Le expliqué que adivinaba el futuro y la salud de las personas por las líneas de los pies. Pertenecía a un hogar creyente, fue bautizada y creía en Dios con firmeza. Profesaba la fe católica, aunque no recibiera con frecuencia los sacramentos.
— Había entendido que es divorciada
―Es soltera. Nunca se casó.
Rojo de excitación, Ambrosio me miraba con los ojos brillantes.
—Ignacio, es el segundo consejo que te doy: debes casarte con ella, casarte por la Iglesia, por supuesto. Me ofrezco como padrino.
Sugirió que él y los otros amigos me acompañaran al pueblo de la madre de Marcela, para cantar una serenata al pie de la ventana. Alegué que mi ánimo no estaba dispuesto, pero las ideas de mi amigo eran excelentes, en especial la del casamiento. Pedí que me dejara pensar y madurar la decisión.
―Por ahora quiero cumplir mi promesa de caminar descalzo. Después, ya veré.
La mentira sobre Santa Catalina de Siena y el compromiso de mi salud, me remordió por varios días. Luego de la charla, la sugerencia de Ambrosio de casarme con Marcela quedó flotando en mi mente. Hacía tiempo lo había pensado. Con Gladys, mi primera esposa, el matrimonio había durado ocho años y fue excelente hasta la enfermedad y la muerte. Añoraba las tardes tranquilas cuando nos concentrábamos en la lectura; las mañanas en las que arreglábamos el jardín, o los impulsos súbitos de viajar a sitios inesperados. Habíamos recorrido Europa y varias ciudades del Oriente Medio, incluida Jerusalén.
Estaba convencido que las reacciones intempestivas de Marcela, como el ataque de celos y la tendencia a refugiarse en casa de su madre, podrían mejorar. La presencia de Sandra, la amenaza de la muerte, la depresión endógena: estaba seguro que superaríamos todo. No podía evitar compararla con Julia. Con mi antigua novia, cada día terminaba en una sensación de fracaso. Eso no ocurría con Marcela.
Aquella noche, llamó desde la casa de su madre. Quería saber cómo estaba.
―En cuanto a lo que pasó…
―¿Quieres casarte conmigo? —la interrumpí. Repetí lugares comunes; dije que la amaba; que deseaba envejecer con ella. Aseguré que me daba lo que no había recibido de ninguna mujer.
Me escuchó en silencio. Contestó que subiría al primer bus para hablar conmigo.
Por supuesto, asintió. Se entusiasmó ante la idea de casarse por la iglesia, pero exigió una boda modesta, con lo que estuve de acuerdo.
Elegimos una capilla en la zona baja del centro de la ciudad. Asistieron mis seis amigos, doña Hilaria, y las tías de Marcela. Por pedido mío, invitamos a Dung que se presentó con un vestido típico de Vietnam. Túnica amarilla, y sombrero muy vivo del mismo color.
La madre de mi novia era una mujer pequeña, delgada y nervuda. Miraba a todos con seriedad y determinación, pero cuando hablaba, el rostro y el tono cambiaban. Los ojos seguían firmes, pero los labios caían hacia abajo en una súbita e implorante mueca Como Marcela, mezclaba palabras comunes con términos cursis y a veces exóticos. Al terminar la ceremonia, sostuvo mi mano y me habló lagrimeando.
Le confieso Ignacio que siempre consideré cerca de la delincuencia a un hombre que vive descalzo, pero con usted he cambiado la opinión. Sé que es tierno y gentil como una estrella que cae en la noche. Lo único que le pido en esta tierra es que colme de felicidad a mi querida hija”.
Ricardo Iribarren
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La Boda del Hombre Descalzo .Código: 1403150364609 Fecha 15-mar-2014 22:24 UTC Licencia: Todos los derechos reservados |