Cuando una ley nace injusta es preciso combatirla hasta su adecuada enmienda o su derogación. Claro que, ¿quién decide o debiera decidir la injusticia de las leyes? Sencillo: el pueblo. Es él y nadie más, el ente hacia quien debe encaminarse cualquier ley. Entonces, cualquiera dirá: las cosas están bien como están, pues es el legislador, teniendo la mayoría representativa, quien promulga la ley. Así es, ha sido y seguirá siendo para nuestra desgracia si no conseguimos cambiar este perverso sistema que no otorga justicia para la convivencia y regulación entre las personas sino que lo es para el interés espurio de unos cuantos grupos de poder, pues no hay apenas una ley que aguante un mínimo estudio crítico sobre la ética o moralidad de su componenda o reglamentación.
Son infinitos los casos que pueden citarse sobre la ilegitimidad de las leyes injustas pero legales. Cualquier dictadura conocida es más que una muestra y son públicos las injusticias que con su legal aparato fundamentan normas básicas o Constituciones al uso. Pero esto también se da en los casos de las mal llamadas democracias que, aún gozando de gran legitimidad no son el ordenamiento jurídico requerido como justo puesto que nunca -o casi nunca- tienen el refrendo posterior de la mayoría de los ciudadanos.
Un caso flagrante lo tenemos los españoles en nuestra reciente historia. ¿No eran legales las leyes franquistas? Naturalmente que lo fueron y, muchas de ellas incluso, aún lo son hoy día. Tenemos ejemplos más recientes. La mayoría de las leyes de la época denominada como “democrática” -desde hace cuarenta años hasta nuestros días- incumplen, sistemáticamente, todos los preceptos programáticos de los dos grandes benefactores de la transición española, PSOE y PP, -siendo ejemplos solemnes la Ley Electoral y la propia Constitución- aduciendo intereses de Estado, como si los componentes de ese Estado lo fueran sólo cuatro amiguetes que han engordado su particular faltriquera con la promulgación e interpretación de las leyes hechas a su imagen y semejanza.
Son, ambos partidos, con la anuencia, en muchos casos, del resto de formaciones políticas que viven apoltronados en este chollo que supone la continuidad de un régimen y un sistema que ha heredado lo peor que se puede heredar de una dictadura política y militar: la corrupción, los que comparten la responsabilidad (perdón por la ironía) de gobierno en este corroído reino de manera mafiosa como auténticos buitres maestros en el arte grotesco de la pillería y el saqueo de lo público.
En este menú para dos, fijado anticipadamente como un fósil constitucional mediante la citada ley electoral, solo tienen cabida las oligarquías, los poderes fácticos y quienes mantienen y hacen posible esta monarquía y este putrefacto régimen de: hoy yo y mañana tú.
Si los ciudadanos no nos paramos un momento en ver y oler la basura que nos rodea, seguiremos como estamos o aún peor. Si somos incapaces de distinguir entre un político decente que luche por nosotros y lo que nos pueden ofrecer (nos lo están ofreciendo) tipos de la catadura ética y moral de Mario Draghi o Luis de Guindos con el bagaje de irresponsabilidad y daños públicos colaterales que llevan en sus alforjas de cargos “privados” anteriores y los ensalzamos a ubicaciones políticas públicas de mayor categoría estamos demostrando que todos los males que nos inundan los tenemos bien merecidos.
Si pretendemos cambiar este acabado e injusto sistema a través de sus leyes y normas establecidas debe pasar, ineludiblemente, por echar al cubo de la basura a todos los partidos que han tenido mayoritariamente responsabilidad de gobierno en cualquier parlamento o que hayan estado implicados en casos de probada y manifiesta manipulación y corrupción.
No es tan difícil. Hay más partidos y más opciones. Y si no fuera así, el voto nulo -no el blanco- sería el único camino.